Por Joaquín Morales Solá - LA NACION
En síntesis, el periodismo es una presencia maldita para los gobernantes, salvo que difunda lo que el poder necesita que se difunda. Esa sería la mejor receta para lograr la defunción de la prensa, pero ¿no es eso, en última instancia, lo que están buscando?
La Presidenta echó mano de una retórica cargada de violencia e intolerancia. Miles de incondicionales partidarios aplaudían en la Plaza de Mayo mientras ella aporreaba verbalmente a los medios y a los periodistas. Hay que creer en los milagros, porque hubiera sido muy fácil un ataque físico contra la sede de cualquiera de los más importantes medios periodísticos de la Capital o contra los periodistas que cubrían las efusividades paraoficiales. Los que manejan el poder habían concedido la autorización implícita para la agresión mediante el sermón presidencial. A veces las palabras anticipan los hechos. La Argentina estuvo ayer demasiado cerca de parecerse a la Venezuela de Hugo Chávez.
Esa radicalización del matrimonio presidencial, que ya se había expresado en los últimos tiempos, es precisamente lo que hace inviable su proyecto de ley de radiodifusión. Una legislación tan sensible, porque regulará nada menos que la relación entre los medios audiovisuales y el Gobierno, sea éste cual fuere, debe cumplir el mínimo requisito de la neutralidad del poder que la estimula. El contexto esparce también la desconfianza; el periodismo en general viene de años en los que debió enfrentar el ninguneo, la persecución o la calumnia del kirchnerismo.
Un solo artículo del proyecto inicial muestra la verdadera intención del Gobierno: estipula que los canales de televisión y las radios deberán someter sus licencias a una revisión del Gobierno cada dos años. Si ese artículo se conservara y fuera aprobado por el Congreso, la consecuencia es muy previsible: será el fin de la libertad del periodismo televisivo y radial. Cualquier gobierno estaría siempre en condiciones de amenazar, presionar y condenar a los dueños de las licencias de canales y radios.
Cristina Kirchner parecía ayer una pasionaria pregonando la libertad de información. ¿Era sincera? La Presidenta suele decir que lee la prensa sólo para descubrir sus inventos. "No le creo nada", repite. Convertida en los últimos tiempos en un bloque de cemento intelectual, no admite ninguna otra verdad que no sea la suya. Es la conclusión que sacaron de sus reuniones con ella todos los líderes políticos que la visitaron en las últimas semanas. Si la prensa no coincide con su cosmovisión, como generalmente no coincide, entonces ella concluye que está leyendo una mentira.
Es notable también la creciente devaluación por parte del oficialismo del inmenso crimen de los desaparecidos en la década del 70. Cristina Kirchner se refugió ayer detrás de los 118 periodistas desaparecidos durante la dictadura militar para anunciar su ley de radiodifusión. ¿Qué tiene que ver aquella tragedia con sus personales y actuales camorras? Nada.
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Vamos entonces a las cosas que se tocan. ¿Propaga francamente los beneficios de la información pública un gobierno que distorsiona desde hace tres años las estadísticas oficiales? No, seguramente. La propia presidenta trabó en el Congreso, en sus épocas de senadora, la aprobación de la ley de acceso a la información pública y ni ella ni su esposo hicieron nunca nada para despenalizar los eventuales delitos que pudieran existir en la información del periodismo. Hicieron algo peor: consintieron que funcionarios de su administración persiguieran a directivos periodísticos, con el evidente propósito de meterlos presos, por el supuesto delito de calumnias e injurias. No es la información libre e independiente lo que auspicia Cristina Kirchner; lo que busca es, por el contrario, la manipulación oficial de la información que le llega a la sociedad.
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Sabe a extraño que el matrimonio presidencial se haya transformado de pronto en un cruzado de la supuesta sanidad de la información pública. Nunca, desde 1983, el periodismo tuvo tantos obstáculos como durante el reinado de los Kirchner para acceder a la información del Gobierno. Las noticias más relevantes se concentran siempre en tres o cuatro personas. El periodista que no penetra en esa intimidad carece de la información básica de la política que nos gobierna. La Argentina política llegó a la ridiculez de tolerar que un periodista tuviera la primicia de un aumento de tarifas de servicios públicos. Sucedió en los primeros años del gobierno de Kirchner. La mayoría de los consumidores se enteró de la novedad cuando le llegó la factura.
Néstor Kirchner, ideólogo y promotor del proyecto de ley anunciado ayer, es más patético aún que los desatinos de su esposa. Dijo que fue derrotado porque la sociedad quería una profundización de su modelo de perpetuas improvisaciones. Es decir: perdió porque no hizo más kirchnerismo del que ya hizo hasta la fatiga social. El denostado George W. Bush perdió también la elección legislativa de la mitad de su segundo mandato. En el acto, el entonces presidente norteamericano le dio la mano a la líder parlamentaria opositora, Nancy Pelosi, y la invitó a trabajar juntos. El sistema político de su país no le hubiera permitido caer en las extravagancias argentinas.
Aquí, la política vive una ficción. El Gobierno ejerce el poder como si no hubiera ocurrido la derrota del 28 de junio. Está haciendo uso y abuso de una mayoría parlamentaria artificial, que no expresa a la sociedad que ya se manifestó hace dos meses. "Todo lo que le hagamos ahora a la oposición, ella nos lo hará después del 10 de diciembre", decía poco después del fracaso electoral uno de los ministros más importantes del gabinete actual. Ese concepto le llegó a Kirchner, pero éste decidió esquivar, otra vez, el más básico sentido común.
La oposición reclamó ayer que se respetara la relación de fuerzas que surgió de la última elección y que el proyecto de ley de radiodifusión sea tratado por el Congreso después del 10 de diciembre. Es lo que debería suceder en cualquier democracia que se precie de tal. Esas palabras se deslizaban, sin embargo, en medio de un extraordinario e innecesario clima de tensión, en el que se mezclaban contra el periodismo las amenazas y las maldiciones de la cima con las vociferaciones de abajo, en la destemplada calle. Parecía la representación (¿sólo fugaz?) de un perfecto día chavista.